lunes, 6 de noviembre de 2017

Linfen

Es difícil decir con certeza si ha amanecido ya en Linfen. El reloj marca las ocho de la mañana y la predicción del tiempo anuncia cielos despejados, pero una penumbra grisácea y espesa lo envuelve todo. Los coches que cruzan la avenida principal llevan las luces encendidas y la falta de visibilidad no permite distinguir edificios situados a 100 metros de distancia. Miles de personas caminan de un lado a otro hacia sus trabajos con los rostros cubiertos por mascarillas, abriéndose paso a través de la densa niebla de polución que mantiene la ciudad en tinieblas.

Si el Sol no se deja ver más de 20 días al año en este valle de la provincia china de Shanxi, en el corazón minero de China, es debido al inmenso manto tóxico que se cierne sobre sus habitantes y bloquea los cielos. La mitad de las fuentes de suministro de agua de la ciudad están envenenadas, los agricultores se han arruinado porque nadie quiere unas verduras que se presumen contaminadas y las tiendas de moda han dejado de vender ropas en colores claros porque, como dice una joven universitaria frente a un centro comercial, «en cuanto sales a la calle estás cubierta de polvo negro».


Linfen es una pesadilla medioambiental hecha realidad, la suma de todas las advertencias que los científicos llevan haciendo sobre el clima desde hace décadas y ejemplo del futuro que vaticinan los más pesimistas. La ciudad china es uno de los efectos secundarios de la que quizá haya sido la mayor transformación económica de la Historia en menos tiempo. Desde su apertura en 1979, China ha sacado a 400 millones de sus compatriotas de la miseria, ha logrado crear una pujante clase media y se ha situado en posición de reclamar su lugar natural dentro de las potencias internacionales. A cambio, el país ha cometido un suicidio medioambiental.

Dieciocho de las 20 ciudades más contaminadas del planeta están en China, sus cinco principales ríos están tan envenenados que en algunas zonas son dañinos incluso al tacto, la mitad de los bosques han desaparecido desde 1978 y monstruosas ciudades donde el verde no le ha ganado jamás un pulso al cemento se han impuesto como nuevo modelo urbano en las zonas industriales. Linfen es sólo una pequeña parte de un desastre ecológico fuera de control.


Peng Xinding es uno de los pacientes que viven conectados a tanques de oxígeno en la unidad de respiración asistida del principal hospital de la ciudad. La escasez de medios hace que los enfermos tengan que turnarse para conectarse a los tres respiradores disponibles. Los médicos de este centro de salud calculan que un día respirando el aire de Linfen equivale a fumar 30 cajetillas de tabaco y aseguran estar desbordados ante la crisis sanitaria que se les viene encima.

«Este ha dejado de ser un lugar donde los seres humanos puedan vivir», dice resignado Peng, que como tantos otros pensionistas de Linfen ha recibido la recomendación médica de no salir en ningún momento a la calle para evitar el aire.
 
Lejos quedan los tiempos en los que Peng paseaba bajo cielos azules y pasaba los domingos pescando en los ríos de su Shanxi natal. El desarrollo económico chino ha aumentado la demanda de energía y ha provocado una aceleración de la producción de carbón, que suministra el 70% de la energía nacional. Shanxi, una de las provincias más deprimidas, se ha convertido en uno de los vertederos del dióxido de carbono producido por las explotaciones mineras y las miles de fábricas que han aprovechado la falta de controles para desechar residuos libremente en valles, ríos y descampados. Lo que una vez fue conocido como el campo de las flores ha pasado a ser «la ciudad más contaminada del mundo».

 Los análisis realizados concluyen que el aire es aquí más tóxico que en Chernobyl y hasta cuatro veces más perjudicial que el peor que se pueda respirar en la más contaminada de las ciudades occidentales.