lunes, 4 de noviembre de 2013

Radithor

 Corría el año 1932 y Eben M. Byers, un conocido magnate estadounidense, estaba a punto de convertirse en el ejemplo paradigmático de los estragos más horribles que puede causar la radiación. En el momento de su muerte parecía casi un monstruo, apenas pesaba cuarenta kilos, su rostro estaba desfigurado y su piel había adquirido un intenso color amarillento a causa del fallo de la médula y los riñones. El patólogo que hizo la autopsia no tuvo duda de cuál fue la causa del fallecimiento: muerte por envenenamiento de radio.

Resultaba llamativo que un hombre de su posición compartiera enfermedad con las pobres y mal pagadas pintoras de relojes, que se envenenaban sin saberlo al chupar las puntas de los pinceles para lograr así líneas más finas. ¿Cómo había entrado el millonario en contacto con la sustancia? La respuesta no deja de resultar sorprendente. Sus huesos acumularon el elemento radioactivo a través de un “medicamento”. En el año 1927, el magnate, notorio deportista, sufrió una lesión en un hombro que le dejó con un molesto dolor crónico que, al parecer, no le permitía la práctica del golf, una de sus pasiones. Al comentarlo con uno de sus amigos, éste le comentó algo sobre un “gran invento”, fabricado por los Laboratorios Bailey de Radio, el Radithor. Se aseguraba que esa panacea era capaz de remediar más de cien enfermedades diferentes, entre ellas los dolores óseos y musculares. ¿Sería verdad? En aquella época todo lo relacionado con la radioactividad era sinónimo de “futuro” y “progreso”.
Eben M. Byers

El millonario se hizo prácticamente “adicto” al Radithor, decía que le rejuvenecía y lo recomendó a sus amigos. Hasta 1931 se estima que consumió más de mil frascos de medicamento, o, lo que sería lo mismo, acumuló una dosis de radiación que era hasta tres veces superior a la mortal si se hubiera producido de una sola vez. El médico que firmaba la autoría del invento era en realidad un buscavidas procedente de una familia muy humilde y con un largo historial a sus espaldas de asuntos de mala nota, incluidas varias acusaciones y juicios por estafa. El principio en el que se había basado para desarrollar su remedio era la creencia de que la dilución de radio y otros elementos radioactivos en agua destilada era capaz de proporcionar un maravilloso remedio para muchas dolencias.

Fueron muchos los aprovechados que se dedicaron a sacar partido a tan peligrosa idea. Uno de ellos fue el “doctor” Bailey, que se obsesionó con la idea y desarrolló su propia receta patentada, el Radithor, un medicamento fabricado disolviendo una minúscula porción de radio en agua destilada. Se estima que su empresa logró vender casi medio millón de frascos antes de que los casos de envenenamiento comenzaran a multiplicarse y el producto se retirara del mercado.


Bailey produjo diversos fetiches radiactivos, no solo el Radithor. el Bioray, un pisapapeles radiactivo que, según los anuncios de la época, era un "sol en miniatura". Y el Adrenoray, una hebilla de cinturón radiactiva

Otras compañías fabricaban el Radiodocrinathor, una especie de correaje de oro y plata que contenía radio y ceñía el cuello ( para revitalizar el tiroides), tronco (para irradiar las cápsulas suprarrenales o los ovarios), o en provecho de los hombres exhaustos , el escroto, con una suspensión especial.

La radioactividad mostró así su verdadera cara. El millonario, antes de morir sufriendo una agonía atroz, declaró que la radioactividad, en manos de criminales, sería en el futuro uno de los mayores problemas de la humanidad.